El 29 de septiembre de 1964 vio la luz la primera tira de la mítica Mafalda, esa niña de espíritu indomable que se convertiría en patrimonio cultural de Argentina, codeándose con la literatura, el tango o, también, el fútbol. Poco podía sospechar Joaquín Salvador Lavado Tejón (Mendoza, 1932-2020), más conocido como Quino, que esa criatura que había salido de su imaginación iba a cambiarle la vida. Por aquel entonces, este hijo de andaluces republicanos ya llevaba un tiempo dedicándose al dibujo; Mafalda, de hecho, era fruto del encargo de una empresa de electrodomésticos, que pretendía promocionar sus productos de forma encubierta, pero se destapó la treta antes de que la campaña se hiciera pública. Quino decidió reciclar al personaje para sus tiras periódicas. Y triunfó.
Esta y otras anécdotas se recogen en Universo Mafalda (Lumen, 2024), una biblia de la emblemática historieta realizada por la periodista argentina Judith Gociol y su equipo, que contó con la colaboración del autor hasta su muerte. Durante años, la autora llevó a cabo una investigación, recopilando archivos y redactando los textos que abarcan todas las vertientes, del contexto histórico al trasfondo de los personajes, pasando por la repercusión internacional e innumerables curiosidades, junto con material gráfico (bocetos, cartas, portadas). Detalles como que la compañía en cuestión indicó que el nombre del personaje debía empezar por M, y Quino se decantó por uno de una novela de David Viñas, Dar la cara (1962). Para el carácter, se inspiró en su abuela comunista, una mujer con gran sentido del humor; quizá eso explique su alma de niña vieja.
Mafalda rondaba los seis años, los que tuvo hasta 1973, cuando el autor puso fin a sus andanzas. O, mejor dicho, dejó de dibujarla; porque parada, desde luego, no ha estado. Como toda obra maestra, se hizo más grande que su creador y siguió ganando adeptos alrededor de ese globo terráqueo que ella cuidaba como a un recién nacido. Hija de la calle, del humor y de la libertad, Mafalda permanece en las librerías, circula por la red, cuenta con monumentos y es un icono del pensamiento inconformista. No fue la única creación del autor, pero sí la que llegó más lejos y conquistó el planeta sin más arma que las palabras. Frases lapidarias que, como ella, no envejecen.
Quino toma el material de su entorno, la familia tipo de clase media de los años sesenta y setenta, con la radio –que los padres de Quino escuchaban para seguir la guerra en España–, el mítico Citroën, la llegada de la televisión o los juguetes sencillos (yoyó, triciclo). El padre de Mafalda es un oficinista, arquetipo del hombre de familia de la época. La madre, enfundada en un delantal para preparar comida casera, no terminó sus estudios superiores; esta falta, que Mafalda le afea, representa el choque entre tradición y cambio social. Las corrientes emancipadoras –pronto llegaron el Mayo de 1968 y la Primavera de Praga– impulsaron la igualdad de derechos y se normalizó la entrada de mujeres en la universidad. Durante los nueve años que se publicó, la familia de la chiquilla de pelo negro cardado y vocación de traductora de la ONU creció con un hermanito, muy solicitado por los lectores, y con la genial tortuga Burocracia.
Los amigos encarnan diferentes arquetipos sociales. Susanita, emblema de la feminidad más rancia y cursi, es aficionada a los folletines, luego reconvertidos en telenovelas y programas de chismes, que fidelizaron a un gran número de espectadores. Manolito, el materialista, es el menos niño del grupo (¡ni siquiera le gustan los Beatles!); bebe de un amigo de Quino, un inmigrante español que empezó como ayudante de panadero y llegó a establecer su propia tienda. Felipe, por su parte, es el más parecido al autor por “su pasión por las historietas, su imaginación, su timidez y el aburrimiento al sentarse a estudiar”. Quino, que descubrió su vocación gracias a un tío que dibujaba para entretener a los sobrinos, no terminó sus estudios en la escuela de arte porque se aburría.
Mafalda mira hacia lo local, pero no está aislada: la conciencia crítica no solo nace de la dictadura argentina, sino de la Guerra Fría, la guerra de Vietnam, la Revolución cubana, los asesinatos de Che Guevara y Martin Luther King, o el ya mencionado Mayo francés. Las tecnologías de la información y la comunicación –radio, televisión, cine– tuvieron un papel crucial en la expansión de la cultura de masas y del movimiento hippie cuyo pacifismo resonaba con la gente joven. Umberto Eco publicó Apocalípticos e integrados en 1965, obra clave sobre la sociedad de la información. Este sustrato histórico-social e intelectual reverbera en las viñetas; bajo el tamiz del humor, Quino supo expresar ideas que sus coetáneos no podían encontrar en los libros de texto o los medios oficiales. También se señala que Mafalda fue la primera historieta argentina en retratar la dimensión psicológica de los personajes, algo que se asocia al auge del psicoanálisis.
Quino halló la complicidad del público, que compartía su educación sentimental y su sentir por el curso de los acontecimientos. Ahora bien, su éxito resulta indisociable del gran momento de la industria cultural: a la llegada de la televisión se sumó el boom latinoamericano, que revitalizó el sector editorial en todas sus divisiones. El editor de los libros de Mafalda solía encontrar tiras recortadas pegadas en el cajero; de ahí la idea de compilarlas. El público respondió: por primera vez existía una sociedad ávida de estímulos culturales y nuevas formas de entretenimiento.
No se quedó en Argentina. La primera traducción se publicó en Italia en 1968, por mediación de la esposa de Quino, Alicia Colombo, una doctora en Química y nieta de inmigrantes italianos que impulsó su carrera internacional. Luego aterrizó en España, en Lumen (eso sí, el franquismo le impuso la etiqueta “Solo para adultos”). En Francia se autorizó una edición coloreada; y al Reino Unido no llegó hasta el año 2000. En la actualidad, África es el único continente en el que no consta ninguna edición. Tampoco en su país se libró del todo de la censura: la adaptación al cine de 1979, a cargo de Daniel Mallo, está menos politizada (omite al personaje de Libertad, la amiga de Mafalda con la que comparte similares pareceres ideológicos, por ejemplo).
Con o sin obstáculos, Mafalda circulaba y circula aún, porque tiene la rara virtud de conectar con diferentes generaciones y perfiles, de niños a intelectuales como Umberto Eco, que prologó su segunda edición en Italia. Como los clásicos, todos encuentran algo en ella, a todos tiene algo que decir. En ocasiones, hasta le escribían cartas: el libro reproduce algunas, como la de un joven Eduardo Galeano, que le confiesa que piratea sus tiras para una revista hecha por amor al arte en el Montevideo de 1966; o la tierna misiva de una niña que se dirige a Mafalda y le dice que ella es su única amiga. Quino, en boca de Mafalda, la anima a acercarse a otros niños así: “No solo uno es tímido. Los demás también lo son. Y si no se los ayuda un poco tampoco ellos saben comunicarse con los demás. Hacerse de amigos no es fácil, pero muchas veces lo difícil es hermoso”.
No le han faltado reconocimientos, entre los que cabe destacar el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2014, acompañado de una escultura en un banco de Oviedo. El mejor premio, no obstante, son las antologías que se reimprimen aquí y allá; y las nuevas incorporaciones a la colección, como este completísimo estudio. El cariño de los lectores, la admiración de sus colegas, la frecuencia con la que todavía hoy se comparten sus viñetas (hasta cuando no deben: circula una imagen de Mafalda con el bocadillo: “¡Paren el mundo, me quiero bajar!”. Sin embargo, la frase no es de Quino; ni siquiera esta inconformista permanente se libra de los bulos).
No se puede decir que Quino estirara el chicle: por más que le pidieran que la retomara, la dio por concluida en 1973 y ahí se quedó. Esto demuestra su honradez consigo mismo y con el lector: la terminó cuando sintió que no tenía nada que añadir, no cayó en la tentación de alargarla para sacar rédito. El dinero tampoco lo tentó cuando una empresa le propuso colaborar en la promoción de una sopa: la idea era que aquella sopa, por fin, le gustaría a Mafalda. Él se negó: “¡Ni por toda la plata! Me da la sensación de que no entendieron mi trabajo o, lo que es peor, sí lo entendieron y no lo respetan”, dijo, como se recoge en el libro. Por cierto, que a Quino le encantaba la sopa, pero quiso que su heroína la detestara como símbolo contra la imposición. Cuando uno confía en su trabajo, no hace falta forzar nada; quizá por eso Mafalda sigue tan viva. A veces, la valentía tiene premio.