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Los cuentos medievales del Decamerón y sus tabúes sexuales

¿Cuál crees que fue la obra que la revista The New Yorker describió como «probablemente el más obsceno de los grandes libros del canon occidental»? No fueron ni «Ulises» de James Joyce o «El amante de Lady Chatterley» de D.H. Lawrence, que estuvieron prohibidos. Ni siquiera la perennemente problemática «Lolita» de Vladimir Nabokov. Ninguna le llega a los talones a una colección de cuentos escritos en el siglo XIV.

En cuanto a obscenidad pura y escandalosa, el «Decamerón», escrito en italiano por Giovanni Boccaccio a principios de la década de 1350, deja a sus rivales en la sombra. Hasta dejó su huella en el idioma italiano, con la palabra boccaccesco que describe algo salaz o lascivo. Volveremos a las obscenidades en un momento, pero antes vale decir que el «Decamerón» tiene mucho más que ofrecer que sus historias impúdicas.

Boccaccio presentó la que se convertiría en su obra más importante señalando: «Mi plan es contar 100 historias, o fábulas, o parábolas, o historias, o como quieran llamarlas. Fueron contadas durante diez días, como se verá, por una honorable compañía formada por siete damas y tres jóvenes que se reunieron durante la reciente peste». Se refería a la pandemia de peste bubónica más devastadora de la historia, la cual, aunque apenas se menciona después del primer capítulo, proporciona el telón de fondo del «Decamerón» y le da a la obra un extraño caracter estremecedor.

Sus pasajes iniciales describen con implacable detalle el horror que se apodera de Florencia con la llegada de la enfermedad. Los cuerpos se pudren en las calles y se instala una especie de libertinaje desenfrenado a medida que se trastoca el orden social. Las restricciones que mantenían a hombres y mujeres separados, cuidadosamente regulados, desaparecen a medida que se destruyen los hogares. Afuera, sin funcionarios municipales que mantengan la paz, bandas violentas recorren la ciudad saqueando y gritando. En el campo circundante, los animales sin pastor pastan hasta engordar en los campos sin cosechar.

La nueva serie de comedia de Netflix, «El Decamerón», toma como punto de partida esta repentina anarquía. Pensando en nuestra reciente pandemia, la creadora del programa, Kathleen Jordan, dice que quería explorar cómo «en tiempos de crisis, el abismo entre los que tienen y los que no tienen se hace más grande». Pero en el caos de la Florencia de Boccaccio, con su relajación de las reglas y las jerarquías, Jordan también explora el potencial de realineamiento, de que los sirvientes se hagan pasar por sus amantes y de que los nobles sean arrojados a la servidumbre.

La trama de la serie proviene directamente de Boccaccio: 10 jóvenes nobles huyen del horror de Florencia para pasar lo peor de la pandemia en una finca rural en las afueras de la ciudad, un mundo alternativo, lujoso y sexy que se sube de tono en parte por el horror existencial que ocurre fuera de sus muros.

Sin embargo, lo que la producción de Netflix deja fuera es en realidad la esencia del «Decamerón» original. Netflix describió la serie como «un juego sexual empapado de vino en la campiña italiana».

Como deja claro la introducción de Boccaccio, su obra es una combinación de 100 cuentos cortos, enmarcados por la historia de estos jóvenes aristócratas que pasan el tiempo libre. Cada día, cuando el Sol está en su cenit, se reúnen a la sombra para contarse historias, y cada día un miembro del grupo se turna para ser Rey o Reina (maestro de ceremonias, básicamente) que puede, si lo desea, imponer un tema para la narración del día: relaciones desastrosas, por ejemplo, o esposas que juegan bromas a sus maridos, o viceversa.

Parte del placer de leer el «Decamerón» son las diferentes capas que Boccaccio mantiene en juego: nosotros los vemos contándose historias, haciéndose reír, sonrojándose, quejándose o respondiendo con otro cuento. Si todo esto te recuerda un poco a «Los cuentos de Canterbury» de Chaucer, tienes razón. Chaucer sin duda había leído el «Decamerón» (quizá incluso conoció a Boccaccio en un viaje a Italia) y tomó prestadas algunas de las historias, poniéndolas en boca de sus propios personajes. Shakespeare también tomó uno de los cuentos de la obra sobre una mujer que engaña a un hombre en el dormitorio a oscuras y lo utilizó como trama de «Bien está lo que bien acaba».

Una de las cosas que puede sorprender a un público moderno es la forma en que Boccaccio no rehúye de la sexualidad femenina: la lascivia goza de igualdad de oportunidades. Cuando el grupo se reúne el sexto día es interrumpido por un tremendo alboroto que viene de la cocina. Dos sirvientes, una mujer llamada Licisca y un hombre, Tindaro, discuten acaloradamente sobre si las mujeres son o no vírgenes el día de su boda. Nunca llegamos a conocer la versión de Tindaro, pero sí escuchamos mucho de Licisca: «No tengo ni una sola vecina que fuera virgen cuando se casó», grita, «y en cuanto a las casadas…».

El discurso sin censura de Licisca hace reír a carcajadas a las aristócratas, pero cuando Elissa –la reina del grupo ese día– finalmente puede decir algo, lanza astutamente la disputa de los sirvientes a los caballeros del grupo: «¿Quién de ellos tiene razón?». Sin dudarlo, los hombres se ponen del lado de Licisca. «¿No se los dije?», declara Elissa.

Nadie parece haber tenido muchas dudas sobre el tema de la potencia de la sexualidad femenina. Tomemos otro ejemplo: la historia que uno de los hombres cuenta en el tercer día. Un apuesto joven campesino llamado Masetto solicita el puesto de jardinero en un convento con la esperanza de que le dé la oportunidad de acostarse con alguna de las monjas. Para conseguir el trabajo, Masetto finge ser sordomudo, pensando que nadie se opondrá a su presencia si creen que no puede seducir a las jóvenes.

Pero lo que descubre es que, como no puede hablar, todas las monjas (incluso la abadesa) empiezan a hacerle proposiciones hasta que, finalmente, queda exhausto. Sin más remedio, le revela lo que le ha estado sucediendo a la abadesa, quejándose de que simplemente no tiene la resistencia necesaria para satisfacer sus apetitos. La historia tiene un final feliz: la abadesa le da un ascenso a Masetto y le establece una lista de turnos para que pueda seguir satisfaciendo las necesidades del convento hasta su vejez.

Si buscas una moraleja, Boccaccio rara vez es tu mejor opción. Por supuesto, no son sólo las monjas las que no pueden controlar su lujuria. Antes del final de ese tercer día, una de las damas del grupo responde con otra historia, esta vez sobre un abad que era «extremadamente santo en todos los sentidos, excepto en lo que se refiere a las mujeres».

El abad lujurioso está locamente enamorado de una bella mujer, pero desafortunadamente su celoso esposo, Ferondo, vigila cada uno de sus pasos. Con la ayuda de sus monjes, el abad droga a Ferondo y lo transporta a una celda del monasterio. Cuando despierta, los monjes le dicen que ha muerto y que ha ido al purgatorio como castigo por sus celos.

Lo mantienen allí durante casi un año, golpeándolo y regañándolo, mientras su esposa, fingiendo estar de luto, disfruta en secreto de sesiones periódicas con el abad. Finalmente, los monjes le dicen a Ferondo que puede regresar al mundo de los vivos siempre que se enmiende. Aliviado y arrepentido -y una vez más bajo la influencia de la droga somnífera- regresa a su aldea donde pasa el resto de sus días como un marido ideal.

Su esposa, por su parte, nunca vuelve a mirar a otro hombre. Con una excepción: «cuando podía hacerlo convenientemente, siempre estaba feliz de pasar tiempo con el abad que había atendido sus mayores necesidades con tanta habilidad y diligencia».

Al leer el «Decamerón», con sus monjes lujuriosos y sus monjas transgresoras, algo que se hace evidente rápidamente es que Boccaccio tenía poco respeto por la autoridad religiosa. Esto no pasó inadvertido para la Iglesia.

Cuando el Vaticano publicó por primera vez su «Índice de libros prohibidos» en 1559, el «Decamerón» estaba en la lista. Pero eso no impidió que la gente lo leyera. De hecho, la protesta pública ante este intento de suprimir la obra condujo a un compromiso: una edición censurada que conservaba las escenas de sexo pero reescribía las que involucraban a miembros del clero, presentándolos como laicos comunes.

Afortunadamente, los cambios no se han mantenido y las traducciones modernas siguen el texto original de Boccaccio en toda su irreverente gloria.

Cuando la pandemia de covid-19 paralizó el mundo, el alegre texto de Boccaccio sobre la peste se puso de moda, y se agotó en las librerías. La nueva serie de Netflix llega en la cresta de esta oleada de popularidad, pero no es el primer intento de aprovechar el clásico de Boccaccio para adaptarlo a la gran pantalla.

Algunas, como la galardonada película de Pier Paolo Pasolini «El Decamerón», de 1971, se han mantenido a duras penas en el punto anterior de ser pornografía absoluta; otras no, en absoluto. Pero la mejor manera de experimentar la energía expansiva del «Decamerón» sigue siendo disfrutarlo en la página. Casi siete siglos después de que se escribieron, estos cuentos terrenales y boccaccescos todavía tienen el poder de brindar placer, consuelo y un poco de sorpresa.