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Dos coches bomba en Guanajuato. La decapitación del alcalde de Chilpancingo, en Guerrero. El hallazgo de un cuerpo descuartizado y abandonado en una hielera envuelta con moños de regalo en Sinaloa. En medio de una espiral que dejó casi 200.000 muertos en el sexenio pasado, la violencia ha alcanzado niveles de sofisticación y barbarie que escapan lo que alcanzan a contar las estadísticas. La crisis de seguridad ha sido el principal desafío en el inicio del Gobierno de Claudia Sheinbaum y ha colocado a México frente a una discusión tan incómoda como delicada: ¿Pueden considerarse los hechos de las últimas semanas como actos de terrorismo? No se trata sólo de una etiqueta. El debate ha resurgido en un momento crítico: a las puertas de las elecciones en Estados Unidos, en un ambiente de plena desconfianza y reproches entre ambos países y ante la posibilidad de victoria de un candidato ―Donald Trump― que ha perseguido durante años la idea de nombrar a los carteles de la droga como grupos terroristas, con consecuencias potencialmente desastrosas.

“Es un terreno bastante escabroso”, advierte Mauricio Meschoulam, un internacionalista especializado en terrorismo, que ha estudiado el fenómeno en México durante 14 años. El punto que divide a los especialistas en seguridad es que la narcoviolencia no encaja del todo en la definición clásica de terrorismo: el uso de la violencia con fines políticos, ideológicos o religiosos. “A la delincuencia organizada le interesa tener al Gobierno en el bolsillo, pero no tiene un proyecto para apoderarse del Gobierno, como los talibanes o las guerrillas en Colombia”, apunta Víctor Hernández, académico del Tec de Monterrey.

Para el analista David Saucedo, en cambio, la explosión de coches bomba sí constituye actos de narcoterrorismo porque se busca un beneficio económico-criminal, infundir pánico en la población, viralizar el mensaje a través de los medios y mandar un mensaje a las autoridades. “Falta esa reivindicación política, pero sí se puede decir que el narco genera situaciones equivalentes a las que realizan los grupos terroristas, igual de graves”, comenta, a su vez, Víctor Sánchez, académico de la Universidad Autónoma de Coahuila.

Meschoulam propone el término “cuasiterrorismo” como una solución al debate. “Una cosa es matar a alguien y otra colgarlo de un puente o filmar un video cuando lo estás torturando y enviarlo a los medios para que lo difundan”, apunta el académico. “Hay una estrategia de comunicación, no es sólo cometer la violencia, sino utilizarla para generar efectos psicosociales: la desesperanza, la frustración, las dudas sobre quién es realmente el Gobierno, el mensaje de que son ellos los que mandan en determinadas zonas”, agrega.

El especialista también advierte una sofisticación de la violencia por parte del crimen organizado en la última década. “Tienen mayor presencia territorial y más capacidad, ya no necesitan a los medios tradicionales para transmitir sus mensajes y hay una suerte de desconexión moral, de deshumanización de los rivales, la víctima de esa violencia es vista como un objeto”, comenta Meschoulam sobre la violencia extrema. La guerra entre El Mayo y Los Chapitos por el control del Cartel de Sinaloa es un botón de muestra: se pone sombreros a los cadáveres o se colocan juguetes sobre los cuerpos, más allá de los narcomensajes tradicionales.

El debate sobre terrorismo no es nuevo ni se limita a los círculos académicos. El término tiene también una fuerte carga política. “No se puede catalogar como terrorismo”, zanjó Sheinbaum en La Mañanera tras los atentados en Guanajuato. “No puede haber actos de terrorismo como estos”, reprochó el diputado priista Rubén Moreira. En un extremo político, la oposición busca que las tragedias pasen factura al Gobierno. En el otro, el oficialismo minimiza los hechos y muestra su cara más diligente. Pero eso no fue siempre así. En el inicio de la guerra contra el narco, el expresidente Felipe Calderón no dudó en tachar a los perpetradores del incendio en el Casino Royale como “homicidas incendiarios y verdaderos terroristas”.

“Le conviene hablar de terrorismo en México a las Fuerzas Armadas y en Estados Unidos, a Trump y sus seguidores”, señala Jorge Schiavon. Es un discurso que da pie a medidas más duras contra el crimen organizando, lo que explica las palabras de Calderón durante su Gobierno y el interés de sectores duros del Partido Republicano de nombrar a los carteles como grupos terroristas para justificar operaciones militares de Estados Unidos en México. Trump tanteó la idea durante su presidencia y amagó con hacerlo en 2019, pero al final desistió. Hoy es una de sus propuestas de campaña y se perfila como una de sus primeras acciones, si gana.

Antes, los demócratas también coquetearon con el término. En 2010, Hillary Clinton, entonces secretaria de Estado, habló de (narco)insurgencias para referirse a los carteles mexicanos y los comparó con la influencia que tuvieron en Colombia durante los noventas. Entonces, los medios también consignaban que se sugería la idea de que Estados Unidos interviniera militarmente en México. Los demócratas han abandonado ese discurso una década después. El embajador, Ken Salazar, se ha mantenido al margen del último debate, por ejemplo.

Aunque su legalidad no es compatible con el Derecho Internacional, las leyes estadounidenses prevén aplicaciones extraterritoriales cuando se trata del combate al terrorismo. “En México, el que se etiquete o no a un grupo como terrorista no da permiso a ningún país desde fuera”, señala Sánchez. “Soy muy crítico de la política de seguridad de este Gobierno, pero es una cuestión nacional: no se puede permitir que otro país tome medidas unilaterales, por más que sea el más poderoso”, agrega.

La cautela de Sheinbaum se explica, en parte, por el juego político en ambos lados de la frontera. “Gane quien gane, Trump o Harris, va a haber un endurecimiento de la política de Estados Unidos hacia México”, comenta Schiavon. El Gobierno mexicano no quiere dar pretextos para una mayor intromisión de Washington en asuntos internos. La oposición, en cambio, ha usado una retórica más explosiva y, en un intento de ganar relevancia, no ve con malos ojos una mayor cooperación bilateral en el combate al crimen organizado.

La principal incógnita para México, en caso de que gane un Trump más radicalizado que el que ya gobernó, es si sus amenazas son creíbles. “No veo plausible una invasión abierta, pero sí operaciones encubiertas”, añade Meschoulam. Puede también ser el inicio de una negociación. Como se ha visto antes, Trump asume la posición más dura y pone contra las cuerdas a su contraparte para obligarlo a ceder.

Además de la designación de los carteles como grupos terroristas, ha habido otros mensajes desde Estados Unidos. Christopher Landau, que fue embajador de Trump en México, compartió esta semana una gráfica publicada por Elon Musk sobre “encuentros” (detenciones) de terroristas en la frontera sur del país. “Si hay un ataque terrorista en Estados Unidos cometido por alguien que cruzó la frontera desde México, esa frontera nunca regresará a la normalidad”, escribió Landau en redes sociales. El diplomático insinuó que el Gobierno mexicano debe tomarse en serio el tema, si no quiere mayores controles que ralenticen el tránsito de personas y mercancías. El fantasma del terrorismo no sólo enrarece la agenda de seguridad, también afecta los otros dos temas principales de la relación bilateral, el comercio y la migración, e incluso, el terreno geopolítico.

En junio pasado se anunció el arresto de ocho ciudadanos de Tayikistán con “vínculos potenciales con el ISIS”, que entraron a territorio estadounidense por México. “No hay evidencia creíble de que grupos terroristas internacionales establecieran bases en México”, aseguró el Departamento de Estado en 2022, aunque señaló también que “la frontera sur sigue siendo vulnerable al tránsito de terroristas”. Meschoulam explica que Estados Unidos ha identificado cada vez más personas posiblemente ligadas a organizaciones terroristas, pero cuando no puede comprobar al 100% las acusaciones, los señala por tener “vínculos potenciales”. “Se percibe como una frontera porosa y se pone como otro incentivo más para endurecer el control y la política migratoria”, comenta.

Al mismo tiempo, el uso de la violencia por parte de los carteles tiene cada vez más similitudes con el de las organizaciones terroristas. Y sus vínculos están cada vez más documentados. Tras anunciar en 2020 uno de los mayores decomisos de captagón, una variante popular de las metanfetaminas en Oriente Próximo, las autoridades italianas hicieron públicas sus sospechas de que el cargamento, valorado en 1.100 millones de dólares, fue elaborado en Siria para financiar las arcas del Estado Islámico con ayuda de las mafias locales, recuerda Meschoulam. “Se han convertido en uno de los mayores productores de esa droga y han encontrado medios de financiación extremadamente productivos”, señala el investigador. Son relaciones de ida y vuelta: los narcos pueden aliarse con terroristas para aumentar su poder de fuego y los terroristas buscan a los narcos para capitalizar los mercados ilícitos, como el narcotráfico o la trata de personas.

En el terreno, las guerras de carteles han dejado paralelismos con Ucrania u Oriente Medio por las escenas de barbarie, el número de muertes violentas o el uso de armas militares y explosivos, pero el uso de la bandera del combate al terrorismo sigue siendo espinoso mientras el país sigue tratando de entender la violencia que lo atraviesa. El debate ha trascendido fronteras, a sólo unos días de una elección crítica para la relación bilateral y en horas bajas para la cooperación en seguridad.